21 de septiembre de 2023

Hoja Negra

Poesía para la nuevas generaciones

la señora Kishar por Danny Navarrete (Cuento)

14 min de lectura

La Señora de Kishar

—¿Así que vas a ir solo a la gala de fin de año?

Miqueles se acomodó las gafas de protección y le lanzó una mirada expectante a su compañero.

—Mariana va a estar en Antofagasta en esa fecha —contestó Rodríguez—. Tenía los pasajes comprados desde antes y ya sabes cómo es mi suegra: le reprocharía por el resto de su vida que no la acompañara durante sus días de licencia. Y yo sumaría un nuevo motivo para que esa señora me odie. Así que voy a tener que ir solo.

—Yo creo que es imposible que te odie más de lo que te ha odiado desde que te conoce. —Miqueles soltó una risotada, olvidando que ambos eran observados desde el otro lado de las ventanas de seguridad que separaban el laboratorio de la sala de monitoreo.

Rodríguez no contestó. En el fondo, sabía que eso era cierto. Lucía recién había cumplido 65 años, pero desde que él la conocía tenía la apariencia avejentada de una anciana de 90. Mariana, su única hija, vivía con ella y se encargaba de ayudarle a soportar las dolencias que tenía su madre, muchas de las cuales él pensaba que eran inventadas para mantener a su hija amarrada junto a ella, así que siempre se mostró contraria a que se casaran y sus ya numerosas enfermedades se recrudecieron al saber que la pareja se iría a vivir a Santiago, a más de mil kilómetros de distancia, y que tendría que valérselas por sí sola por primera vez desde que su esposo muriera a principios del 2000. Nunca lo dijo abiertamente, pero tampoco hacía falta que lo hiciera.

—Señores, concéntrense, por favor. —Escucharon el español extraño del gringo Harrigan, el delegado norteamericano que lideraba al grupo multidisciplinario de científicos y que estaba detrás del grueso vidrio junto a las autoridades científicas a cargo de la operación.

Miqueles levantó el dedo pulgar para asentir, aunque en realidad ninguno de los dos lo tomó muy en serio. Ambos fueron escogidos para este trabajo, por lo que, después de todo el tiempo que llevaban en él, se sabían importantes e indispensables a estas alturas. No les importaba en lo más mínimo que el hombre enviado por Estados Unidos intentara ponerles presión. Ellos sabían qué hacer y cómo hacerlo. El entusiasmo de los difíciles primeros días dio paso a una tensa rutina que aliviaban con amenas charlas sobre la cotidianeidad y que no pensaban dejar de lado solo porque al gringo le parecían mal.

—¿Tú irás con Ana? —Rodríguez retomó la conversación.

—¡Por supuesto! ¿Cómo podría perderme la oportunidad de ver a esa ricura con traje de gala?

Ana Jiménez era la encargada de seguridad del laboratorio. Rodríguez sabía que ella y Miqueles llevaban tiempo coqueteándose, aunque nada había ocurrido entre ellos hasta el momento. Sabía, también, que su colega se jugó todas sus fichas al invitarla a la fiesta y que ella aceptara podía ser el puntapié inicial para una nueva y fugaz aventura amorosa de su amigo. Y él debía reconocer que Ana tenía un cuerpazo que dejaba a todo mundo con la boca abierta, incluso con la deslucida ropa de oficina que usaba en el trabajo. Si Miqueles no se envalentonaba y la invitaba a la fiesta, cualquier otro lo haría. Hasta él lo consideró cuando se dio cuenta de que la fiesta coincidía con el viaje de Mariana, pero, por respeto a su esposa y a su amigo, se abstuvo.

Una señal inesperada en las lecturas de los monitores llamó la atención de los dos amigos e interrumpió su conversación. El pulso láser del robot quirúrgico al fin había penetrado el rígido exterior del capullo, lo que hizo que ambos científicos volvieran su completa atención a lo que estaban haciendo. Después de derretir la gruesa capa de hielo que lo envolvía, con cuidado de no dañar los hilos de seda que lo sujetaban a la pared de la cueva en la que fue encontrado y que fueron enviados a Estados Unidos apenas fueron retirados, fue el turno de Rodríguez y Miqueles de usar toda su pericia en la cirugía robótica para abrirse paso a través de las capas fosilizadas que cubrían aquella antiquísima crisálida y que ningún escáner o ecógrafo pudo atravesar. Y, luego de semanas de operación, al fin habían logrado abrir un agujero de apenas diez milímetros de diámetro por el cual podrían introducir una cámara para descubrir los tesoros que permanecieron congelados hasta que el deshielo los expuso a la realidad una vez más. Dentro de la cámara estéril construida especialmente para albergar la crisálida y el robot que usarían para descubrir sus secretos, acababan de abrir una grieta hacia el pasado.

Lo que ellos no sabían, era que una serie de objetos “inusuales” fueron encontrados junto a la crisálida. Se trataba de cinco placas metálicas con extrañas inscripciones, las que fueron retiradas y enviadas en un avión de la USAF a un laboratorio en Europa para su análisis.

Claro que tampoco hicieron más preguntas. Habían sido incluidos para participar de un descubrimiento importantísimo que pondría a Chile bajo la expectante mirada del mundo entero. Era todo lo que necesitaban saber para decidirse a aceptar el trabajo. Su curiosidad científica no les habría permitido negarse.

Y ahora, esa curiosidad acababa de pasar con rapidez a la excitación y luego, de golpe, a los nervios.

—¿Listo para desacoplar los brazos y acoplar el sistema estereoscópico?

—Listo —respondió Miqueles.

No fue necesario que miraran hacia sus espaldas. Ambos sabían que las autoridades los observaban casi sin respirar desde afuera del laboratorio. Rodríguez los imaginaba incómodos y tensos, sentados frente a los distintos monitores que les permitían ver lo que los dos científicos hacían.

Y se tuvo que obligar a mantener a raya los nervios.

—Acople listo.

—Voy a entrar.

Se sorprendió a sí mismo conteniendo el aliento mientras introducía poco a poco la cámara dentro del capullo. La nítida imagen tridimensional que la consola proyectaba frente a sus ojos era exactamente la misma que veía su compañero y las personas detrás del vidrio, iluminada a la perfección por la diminuta linterna en el extremo del aparato. Por esta razón, cuando al fin atravesó los casi cinco centímetros de espesor de la crisálida, necesitó confirmar que aquello que estaba viendo era real.

—¿Eso es…?

Imaginaron cientos de posibilidades cuando supieron del descubrimiento y fueron llamados a formar parte del equipo de investigación. Aquella crisálida encontrada en una cueva congelada a solo veinte kilómetros de la base Amundsen-Scott, la que quedó al descubierto luego de que un inusual terremoto abriera el grueso hielo bajo la que estaba sepultada, causó revuelo en el mundo científico y una tormenta de hipótesis respecto de lo que pudiera contener en su interior. Sobre todo porque el capullo tenía un diámetro de casi un metro y superaba los dos metros de largo. Sin embargo, El Programa Antártico de Estados Unidos pidió al Gobierno Chileno restringir al máximo la divulgación de cualquier dato respecto al descubrimiento y solo permitió que el Instituto Chileno Antártico y la Armada de Chile —quienes fueron los que hicieron el descubrimiento—, participaran del traslado del gigantesco cubo de hielo con el que extrajeron la crisálida y la llevaron hacia las instalaciones científicas en el continente, un laboratorio modular levantado en las cercanías de Punta Arenas, en un convenio de cooperación mutua entre los gobiernos de Estados Unidos y Chile, que en estricto rigor significaba que los chilenos trabajaban para los norteamericanos, mientras estos últimos controlaban todos los aspectos de la investigación.

—Parece… una mujer —contestó Miqueles, casi en un suspiro.

Rodríguez tragó saliva, se ajustó las gafas y volvió a mirar la imagen.

Es una mujer —confirmó con un hilo de voz.

Lo que mostraba la cámara no deja lugar a dudas: había una mujer dentro de la crisálida, desnuda y por completo intacta, como si se hubiera dormido envuelta por delgadas hebras de seda idénticas a las que sostenían el capullo dentro del hielo. Su piel era muy blanca, casi traslúcida, y los cabellos rubios se pegaban a su cráneo en mechones desordenados. Tenía ambas manos cruzadas sobre el abdomen, por debajo de sus pechos pequeños y redondos.

Pero eso no era lo más impactante.

En base a la profundidad a la que fue encontrada la crisálida, las primeras estimaciones arrojaron que tenía una edad aproximada de 16 millones de años, por lo que inicialmente se creyó que podía tratarse de la cría no nacida de alguna especie de insecto prehistórico gigante y desconocido hasta la fecha. Ya en el laboratorio, se estableció que tenía poco más de 15 millones y medio de antigüedad.

El hombre con características anatómicas modernas apareció sobre la Tierra casi 15 millones de años más tarde, sin embargo, la mujer dentro de la crisálida tenía el mismo aspecto de una mujer nórdica de la actualidad.

—¿Cómo es posible…? —preguntó Miqueles, más para sí mismo que para su amigo.

—¿Está viva? —Escucharon la voz del gringo desde el otro lado del vidrio.

Todos en la sala de control miraron de forma extraña a Joseph Harrigan. Él, el delegado enviado por Estados Unidos a supervisar la investigación, había demostrado ser un hombre serio y poco llano a los comentarios banales. Tanto la Subsecretaria de Ciencias, Eliana Cornejo, como el resto de la comitiva chilena, conformada por dos hombres y una mujer, todos ligados al mundo científico, despegaron la vista de los monitores para observarlo con total extrañeza, algo que a él no le importó en lo absoluto.

La noche anterior, mientras cenaba en con las autoridades chilenas en el Club La Unión, dejó el celular en silencio y, al llegar al hotel, descubrió diez llamadas perdidas de su contacto en el Museo Ashmolean de Oxford y un correo electrónico que fue lo primero que revisó.

Después de leer tres veces el cuerpo del correo y otras cinco el documento adjunto, llamó de inmediato a sus superiores en Washington para ponerlos al tanto de la situación. Luego se sentó en la cama y leyó todo una vez más.

“Es cuneiforme”, decía la directora del Departamento de Estudios del Medio Oriente, la doctora Gina Casey. “Fue grabado con calor en una lámina de hierro fundido. Fechas no concuerdan. Es demasiado antiguo. “Fue grabado con calor en una lámina de hierro fundido. Fechas no concuerdan. Es demasiado antiguo. En archivo adjunto está la transcripción de las primeras tres placas. Enviaré la de las dos placas que faltan apenas terminen de traducirlas”.

Y el remate era la línea final que la doctora puso antes de su firma.

“Esto es un descubrimiento imposible”.

Imprimió las cinco páginas del documento en el que se recogía la transcripción y las metió dentro de la carpeta donde tenía los demás antecedentes del descubrimiento. Esa noche intentó dormir, pero no fue capaz de cerrar los ojos. No dejaba de pensar una y otra vez en el primer verso de aquel texto:

“La Señora de Kishar debe dormir hasta que las edades se cumplan en las que vuelva a brillar”.

—¿Hay algo que no nos haya contado, señor Harrigan? —preguntó Eliana, intrigada, sacándolo de sus recuerdos.

Harrigan sabía que aquella mujer no estaba a gusto con su presencia. Había una larga historia de cooperación entre Chile y Estados Unidos, en especial desde que Allende asumiera la presidencia, pero aceptar de buenas a primeras la supervisión de un extranjero dentro de un laboratorio chileno era por completo diferente. Y para él era un inconveniente que debía manejar con total discreción. Después de todo, el descubrimiento fue hecho por ellos y en su propio territorio.

—¿Doctores? —Ignoró a la Subsecretaria y habló a través del intercomunicador con los dos científicos que se encargaban de abrir la crisálida.

—El… El espécimen parece estar en un excelente estado de conservación —contestó Rodríguez luego de un rato—. No presenta daños aparentes por las bajas temperaturas y se encuentra afianzado a las paredes de la crisálida mediante una red de hilos orgánicos idéntica a la encontrada en su exterior. A primera vista parece…, parece un ejemplar humano femenino adulto, caucásico, de unos veinte a veinticinco años de edad.

—¿Usted sabía que había una mujer dentro de esa cosa? —insistió Eliana, entre molesta e inquieta.

Sin dejar de mirar los monitores, Joseph Harrigan apagó el intercomunicador, buscó dentro de la carpeta que traía consigo y se la acercó para que pudiera leer lo que su contacto de Oxford le había enviado. Los demás miembros del equipo chileno se acercaron a ella con mal disimulada curiosidad.

—No se ha podido determinar con qué tipo de herramienta fue tallado todo eso en el metal —explicó ante la incredulidad de la Subsecretaria—. Sin embargo, es claro que se trata de escritura cuneiforme. Lo analizó un panel de expertos en culturas antiguas. Y lo que ahí dice…

—¿“La Señora de Kishar”?

—… da a entender que fue puesta dentro de esa crisálida a propósito —concluyó—. Esa mujer es la contenedora del conocimiento de una civilización que existió sobre la Tierra mucho antes de que el Homo Sapiens se alzara entre los primates. Una civilización de la que no hay ni el menor registro. Y quienes la pusieron ahí esperaban que despertara algún día e iluminara al mundo con su sabiduría.

Un silencio sepulcral se apoderó de la habitación. Rodríguez, mientras tanto, por completo ajeno a la conversación entre el norteamericano y la autoridad chilena, llevó la cámara hacia el rostro de la mujer y apuntó el potente haz de luz hacia sus ojos.

—Si logramos obtener sus conocimientos… —Harrigan dejó la idea flotando en el aire.

Loreto Ríos, la principal asesora de la Subsecretaria, una mujer alta, maciza, de gruesos lentes y melena rubia, acostumbrada a navegar en las muchas veces inquietas aguas en las que se mezclaban la política y la ciencia, se llevó las manos a la boca y sofocó una exclamación de sorpresa. Los demás, al notar su exagerado asombro, volvieron una vez más las miradas hacia los monitores.

—¡Movió los ojos…! —suspiró Ríos, con los nervios a flor de piel—. ¡Movió los ojos cuando le llegó la luz!

—Hay… Hay movimiento ocular —Informó Rodríguez casi al mismo tiempo—. El espécimen ha reaccionado a la luz. Lo que… Lo que demuestra que está en una especie de… ¿estado de hibernación?

—Despiértenla —ordenó Harrigan y luego recordó encender el intercomunicador—. Necesitamos que la despier…

La mujer abrió los párpados y de sus ojos salió un breve destello verdoso que se multiplicó por las paredes de la crisálida y los hilos de seda que la mantenían inmóvil. De inmediato su rostro se iluminó por la consciencia y se llenó de una expresión inquieta, aunque controlada.

Y la crisálida comenzó a romperse igual que el cascarón de un huevo.

—¡Está… saliendo! —gritó Rodríguez, excitado.

El celular de Harrigan vibró en su bolsillo. Él lo tomó sin darse cuenta de lo que hacía, pinchó la notificación emergente y lo dejó sobre el escritorio, al lado del intercomunicador. La Subsecretaria, estupefacta, se acercó al vidrio de seguridad que separaba el laboratorio de la sala de control y se quedó mirando con la boca abierta lo que ocurría en el cuarto estéril, mientras el resto de la comitiva se movía nervioso, viendo de forma alternada los monitores y a través de la ventana.

Rodríguez y Miqueles, por su parte, se habían alejado del instrumental quirúrgico y, de pie, miraban por encima de sus propios computadores cómo la mujer rompía con asombrosa facilidad la crisálida que ellos tardaron semanas en perforar y emergía de ella para mostrarse en todo su esplendor, alta, delgada e increíblemente hermosa. Radiante como el sol, imperturbable a pesar de su desnudez, estudiando con total calma su entorno. Nada en ella hacía pensar que hubiera pasado más de quince millones de años congelada en las profundidades de la Antártica.

Pero, antes de siquiera intentar entablar algún tipo de comunicación, alzó su mano derecha, apuntó con su índice hacia las paredes de la cámara en la que se encontraba y las luces de todo el complejo hicieron un breve parpadeo.

Y toda la cámara voló en pedazos.

—¿Qué está sucediendo? —gritó alarmada la Subsecretaria, quien, al igual que los demás, se había cubierto la cabeza con ambos brazos.

El vidrio de seguridad que los protegía se había llenado de cuarteaduras por la fuerte sacudida que remeció las instalaciones hasta los cimientos. El laboratorio se había llenado de polvo y era imposible ver lo que ocurría en él.

Hasta que la mujer emergió con paso elegante, caminando por entre los escombros con la gracia de una modelo. La nube se disipaba a medida que avanzaba y esto permitió ver que los dos doctores estaban tirados en el piso, muertos. Una de las asesoras de la Subsecretaria dejó escapar un chillido aterrado, aunque nadie se fijó en ella.

Porque la mujer estaba parada frente al vidrio, viéndolos, a pesar de que se suponía que no debería ver más que su reflejo. Los miraba, estudiándolos con detenimiento. Y, cuando al fin sació su curiosidad, levantó su índice una vez más, las luces volvieron a parpadear y una ola invisible de energía hizo añicos todo lo que estaba a su paso.

La Subsecretaria Cornejo, Joseph Harrigan y el resto de la comitiva murieron en el acto, golpeados por esa fuerza imparable que los asesinó antes de que alcanzaran a sentir dolor. Lo mismo ocurrió con el personal de seguridad que acudió a ver qué sucedía y con cada una de las paredes que la mujer encontró mientras se dirigía hacia el exterior, hacia el mundo que no veía desde que fuera encerrada en aquella crisálida.

Salió al frío de Magallanes sin preocuparse por su desnudez, inmune al frío y al viento, y luego partió a cumplir con su propósito tan largamente interrumpido.

Si alguien hubiera entrado a las ruinas del laboratorio, entre los escombros y cadáveres regados por todas partes, habría encontrado el celular de Harrigan. De haber logrado acceder a él, podría haber leído el correo electrónico que alcanzó a abrir en vida, pero que no tuvo tiempo de leer. Un correo enviado desde Oxford, bajo la firma de Gina Casey, del Departamento de Estudios del Medio Oriente del Museo Ashmolean:

“Según esto, la Señora de Kishar sufrió algún tipo de contaminación después de que la durmieran. Está escrito en la placa número cuatro. Las tres primeras parecen haber sido escritas antes, pero la cuatro y la cinco las escribieron después. Al parecer ocurrió algo malo en el proceso. La placa número cinco termina con una advertencia. Dice que si la Señora de Kishar despierta, hará que los Males del Cielo se propaguen por el mundo. Debe ser algún tipo de leyenda o algo parecido. Adjunto transcripción”.


Danny Navarrete. Escritor de ficción nacido en Santiago de Chile el 24 de abril de 1983. Ganador del Fondo del Libro en las convocatorias 2017 y 2020, por Sumer y un proyecto inédito titulado Xalpen, respectivamente. Medalla de oro a mejor novela de aventura-drama en español en los International Latino Book Awards 2021 por Venganza – Astrea. Ganador del concurso Cuentos que Viven con el relato La Vecina.