2 de junio de 2023

Hoja Negra

Poesía para la nuevas generaciones

LA CURA por Reynaldo Bernal Cárdenas

13 min de lectura

LA CURA                                                   Reynaldo Bernal Cárdenas

                                                                                     “Al amor no se le dictan leyes”                                                                                              

                                                                                       Benito Pérez Galdós

Años atrás examinaba en la biblioteca pública volúmenes de crónicas americanas del siglo diecinueve, cuando descubrí una historia tan sombría como conmovedora. Dado que ha persistido en revolverse en mi cabeza, intentaré zafarme de ella contándola en una versión un poco más prolija, asegurando, de paso, que es tal como se retrató en mi imaginación. De su lectura, y singular desenlace, se deducirá que bien podría ajustarse a época y lugar distintos, incluso adaptarse a nuestro tiempo. No obstante, elegí ceñirme a la autenticidad del manuscrito original citado como fuente y cuyo título es Mrs. Brown’s cure. No menos cierto es que los detalles procurados en las páginas siguientes se acercan a los expuestos por el cronista y corresponden a los que vagamente recuerdo.

Pues bien: se relata que a principios del otoño de 18xx, en un condado cuyo nombre no hace falta mencionar, Mrs. Brown, la bella esposa del amo de aquellas tierras, enfermó inesperadamente.

Para ese momento, un octubre de hojas caducas, Frederick Brown, el marido, se hallaba ausente; atendía perentorios asuntos en sus haciendas algodoneras del sur. Una de sus esclavas lo acompañaba por primera vez. “Prepara tu baúl”, había ordenado el hombre semanas antes a la más joven de ellas, una mulata esbelta y vivaz con la piel del mismo color y la misma naturaleza tierna de la melaza, llamada Rodisha (nombre que sus amos, conforme a la tradición impuesta en los Estados de la Unión, habían cambiado por el de Josephine) “…una extensa travesía nos aguarda”. La voz del hombre era vigorosa, aunque despojada de cualquier matiz de severidad. “Sí, amo”, había contestado ella con la más inocente disposición de ánimo y aceptando una decisión que le hubiera gustado, cuando menos, replicar.

No fue, como de ordinario, la reciedumbre del esclavo más curtido razón para designar aquella vez la comitiva; acaso el gran talento de la muchacha para las aritméticas sería ahora de más utilidad. Tales habilidades habían sido inferidas por el astuto William Drake, traficante de mercaderías turbias y comerciante esotérico de negros africanos que, en una de sus travesías por el Atlántico, con destino al nuevo mundo, pretendió llevar a la bella mulata a las islas del Caribe y ofrecerla como trofeo de subasta. Los Brown, recién casados, y que en viaje de bodas recorrían la Costa Este del país, quedaron tan agradados con la dulce mirada de la joven –por entonces de dieciséis años–, con sus delicadas maneras y lo singular de su inglés primario, que no regatearon al comerciante y hasta pagaron con profusión por el derecho de la propiedad. Con el tiempo la criada correspondería al acto generoso de la pareja convirtiéndose, durante las largas ausencias del marido, en adlátere de Mrs. Brown. 

Ahora, y por primera vez, el amo acudía a los talentos naturales de la esclava para poner en orden ciertos balances financieros y solucionar algunas dificultades en materia de aparcerías.  

Tiempo después, y tras las dos primeras cartas de él en las que comunicaba una tardanza mayor, Mrs. Brown cayó presa de inexplicables dolencias y su ánimo fue retardándose. Desde entonces, hubo de guardar cama.

Con unas palabras que sonaban más o menos así: “…gélido viento es tu ausencia para el ahogado fuego de mis venas”, deliraba la joven mujer inmersa en porfiadas alucinaciones de carácter romántico (ajenas a alguien de su clase), al mismo tiempo que el doctor Allen, maletín en mano, comenzaba una romería de visitas estériles. Él era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrio muy gruesos.

El primer día que acudió a la hacienda, Allen entrevistó precariamente a la paciente y pudo comprobar, luego de juiciosa observación, que a simple vista nada sugería la presencia de alguna anomalía, aunque su semblante mineral parecía el de alguien que está al borde de un precipicio. Se rascó varias veces la cabeza y por un rato estudió el caso. Tomó la temperatura del cuerpo y deslizó el estetoscopio sobre el pecho ardiente. Inspeccionó posibles ruidos respiratorios y flujos anómalos de la sangre, pero no halló evidencia de trastorno alguno. Al multiplicarse sus interrogantes, se vio obligado a indagar en los textos de anatomía y medicina que encontró en la generosa biblioteca de los Brown. “Explicarán en exceso, y formularán extraños nombres, pero para sanarla, la respuesta no se encuentra en los libros”, dijo al final de la tarde. Con la noche ya sobre sus hombros, el médico no tuvo camino distinto al de atribuir la desmejora creciente de la señora a “algo psíquico: un agudo mal de amores”. Indicó que, como resultado de sus diestras observaciones, podía deducir que la dilatada privación de caricias, y la malsana imaginación de la enamorada mujer, derivaban en un estado de desequilibro emocional que repercutía directamente en el empeoramiento de su salud corporal. Dijo haber notado, de forma reiterada, que, empujada por su condición a límites exacerbados, Mrs. Brown imaginaba al ser amado en brazos equivocados, y que tales sospechas las expresaba con febril obstinación.

De cualquier modo, dejando de lado el grado de severidad de su condición, los ataques de celotipia eran por completo inéditos en la fina dama.

En esa oportunidad Allen ordenó fármacos convencionales y buscó compensar el sistema nervioso con altas dosis de valeriana, se ofreció a volver y pidió que lo mantuviesen al tanto.

Luego de una semana y media, los cuidados no dieron los resultados esperados.

 –La medicación ha sido ineficaz –dijo el médico en una segunda visita, luego de doce días. Las sirvientas que cercaban el lecho, y asistían el reposo de la señora, escucharon atentas−. La peculiaridad del caso excede los límites de la medicina –sentenció luego de registrar los nuevos síntomas.

–¿Se repondrá mi ama? –le preguntó a su vez la más anciana de las mujeres con un acento contenido y amargo.

Allen iba a decir algo, pero en ese momento vio por el espejo del buró que Edward, el capataz, a quien reconocía como regente, había entrado sin llamar a la puerta. Edward era un tipo grueso, activo, un poco mulato y con ojos más claros que su propio rostro. Puso la mirada en él dedicándole su atención, bajó la cabeza y dudó como si la respuesta que le habían pedido fuera una sentencia o algo parecido. El aposento quedó inmerso por unos segundos en un silencio turbio; hubiera podido escucharse el vibrante aleteo de una mosca. Por fin, y con voz definitiva, el médico decretó:

–No me explico su debilidad, debo admitir mi incompetencia en este caso. La única cura que creo posible para tu ama –pasó un vistazo por la cara de la anciana− es la presencia del amor ausentado.

En sus palabras, ahora más convencidas, se entreveraba la presunción íntima de que de esa manera saldría de su estado de profunda limerencia y que eso, a su vez, agotaría los motivos de las mórbidas conjeturas. No hablaba ya su erudición de galeno, sino el mero instinto de hombre entrado en años.  

Así las cosas, había que actuar con prontitud. De modo que Edward dispuso que su hijo, que solía ejercer como recadero de urgencias de la hacienda, cumpliese la tarea de poner al tanto de la novedad al patrón. El muchacho era valiente, y de niño había aprendido a jinetear, a resistir el sueño y las inclemencias del tiempo. Solía cabalgar, alforja de provisiones a la espalda, días enteros, casi sin descanso. Y por lo demás no rehuía, como otros −aún los más intrépidos hombres de la región−, la idea de cruzar el oscuro Valle de los Temidos, siempre domeñado por forajidos sin ley, pero que acortaba en varias jornadas la travesía.

Habían pasado algunas semanas cuando el muchacho por fin venció la distancia. No bien recibió la notificación, el buen hombre ordenó emprender de inmediato el agotador periplo de regreso. Dispuso las diversas piezas del equipaje, dejó instrucciones acerca de los asuntos pendientes y partió con las primeras cenizas del alba.

Durante el viaje de regreso, y por periodos de tiempo cada vez más largos, al amo se lo vio abstraído y con la vista difusa, perdida en torva cavilación. Las millas, que a la ida se habían acortado, ahora se estiraban. En su cabeza, infinitas reflexiones se debatían entre dudas y temores. Intentando ponerlas en orden, Frederick Brown empezó por atribuir a su ausencia, prolongada más de lo habitual, la causa del inesperado infortunio, pero, por mucho que lo meditó, no halló pretexto que justificase los prematuros celos de su esposa a quien amaba vivamente y no engañaría con la más hermosa dama de aquel tiempo.

Pese a tan concluyente premisa, sintió que su desasosiego se mezclaba con una mansa noción de gozo al confirmarse el hecho de que seguía siendo dueño, luego de una década, de ese corazón que moría por él. No obstante, con el cerco mudo de la melancolía sobre sí, y tratando de explicarse su propia ansiedad, escudriñó los primeros años de matrimonio: los albores de su devoción primaveral. Poco después de casarse, habían enfocado su consolidado amor de marido y mujer hacia un anhelo más preciado: un hijo. Pero pronto tuvieron que resignar la justa consagración de su cariño, y la plena realización de su felicidad. A decir del doctor Allen, que por ese tiempo los examinó con la debida atención profesional, la causa de la infecundidad de la joven pareja residía en una extraña alteración de Mrs. Brown (a lo mejor de origen familiar, pues ninguna de las tres hermanas había dado prole a sus maridos, siendo la mayor de ellas repudiada por esa razón); tal condición, con su nefasta consecuencia, era más difícil de aceptar por el hecho de que no tendría remedio en el tiempo. Así que, despojados ya del egoísmo de un cariño sin propósito alguno, tradujeron sus ideales de propia estirpe en una estima infinita por las esclavas y los hijos de estas. Para Frederick Brown el asunto había quedado zanjado mucho tiempo antes, pero ahora se daba cuenta que la progresiva sensación de soledad que parecía asediar a su mujer solo podía explicarse por lo extenso de sus alejamientos, y por esa obsesiva consagración a los negocios que no conseguía, así y todo, llenar el vacío de una paternidad inviable.

En el ocaso de aquel día, y faltando algunas millas para el próximo poblado donde tenía previsto descansar, fue consciente de que no podía dedicar a esa tasación sus pensamientos el resto del camino, así que dejó aquello para después y, ganado por la fatiga, se arrellanó en su asiento abandonándose al dormitar pacífico que proponía el lento, tedioso, andar del carruaje.

Conforme pasaron las semanas, la mirada de Mrs. Brown se tornó macilenta e indiferente, perdida en alucinaciones cenagosas (como si los ojos pertenecieran ya al mundo de las sombras). Sus noches se llenaron de insomnios y proliferaron, en sus desvelos, rasgados y adormecidos sollozos que huían de la habitación, estremecían la negritud de la hacienda, y espantaban con frecuencia a la servidumbre.

Ese frío atardecer de principios de diciembre, cuando asaltó el empedrado de acceso a la hacienda, Frederick Brown no aguardó a que el cochero, que ya apuraba maniobras de detención erguido en el pescante, frenara los caballos. Se bajó del vehículo y, con la rapidez que el agotamiento le permitió, corrió al aposento de la enferma.  Al poco andar tropezó con los frisos y columnas que bordeaban la blancura del patio y receló del silencio reinante, pues normal era que lo recibiera un alboroto de muchas voces; solo sus dos perros lo acogieron alborozados.

En el cuarto, un séquito de lacayos al cuidado rodeaba la cama y aguardaba circunspecto. Allen, en una de las esquinas, y en mangas de camisa, remojaba toallas en un cántaro de agua fría; sudaba y se lo veía agotado. El médico volvió la cabeza, acomodó sus lentes, miró el crucifijo que destacaba sobre el cabecero de la cama y pensó que todavía había posibilidad para un milagro. Tan fuerte era aquella convicción que, afianzado en la legitimidad de su esperanzador dictamen, no había recomendado solicitar aún la extremaunción.

Vencida ya la tarde, un delgado haz de luz seguía colándose por los visillos como polen de oro.

–¡Aún vive! –intervino el más recio de los esclavos con voz en cuello al oír las pisadas atropelladas del hombre que provenían del zaguán, y que hallaban eco en toda la casa. Fue como si con el impulsivo anuncio tuviese el poder repentino para acelerar su marcha. Entonces, cuando Frederick Brown traspuso el dintel de la puerta, la desazón se disipó frente a la figura conspicua del amo y dio paso a la certidumbre de la recuperación de la paciente. Las mujeres cesaron las oraciones, ataron sus manos y emitieron un palaciego suspiro de alivio. Los alientos contenidos olvidaron su ritmo, confundidos por la borrosa expectativa. Edward puso su corpulencia como clausurando la puerta y después se recostó en el voluminoso armario adosado a ésta. La habitación, saturada de olores a medicinales drogas, parecía haber caído en una inmovilidad sin retorno, entristeciéndose aún más por la lumbre amarillenta del quinqué que amenazaba con apagarse igual que la vida de la enferma.

Espantado quedó Frederick Brown al ver lo que quedaba de su mujer; tal había sido el cambio en el espacio de unos meses. Se prosternó junto al lecho, tomó las manos lánguidas que reposaban sobre el pecho, dándoles calor, y miró el cuerpo mustio de arriba abajo con inefable congoja. Logró, con el nudo en la garganta, y a duras penas, reprimir los deseos de llorar, por ella, por él, y por tantos años de ilusiones comunes. Se paró, inclinó levemente el cuerpo hacia adelante, desovó un beso en aquella frente y de nuevo se dejó caer de rodillas. Una criada le acercó una taza con infusión de té que tenía preparada, pero él la ignoró.

–Fred, has vuelto –dijo Mrs. Brown despertando de su hibernación– ¿Y Josephine? ¿Dónde está ella? –interrogó con tono desmayado, al tiempo que sus ojos se desbordaron en la ampulosa habitación pugnando por encontrar la joven figura de la esclava.

Ajena se antojó la pregunta a cuanta realidad podía percibirse en aquel ambiente aciago. Hubo miradas de desconcierto. Para el esposo, no obstante, aquella fue buena señal. Él sabía que su mujer poseía en alto grado sentimientos de genuino afecto por toda la servidumbre, y que tenía particular previsión por la muchacha.  

–Cariño…no ha venido, la he dejado a cargo –contestó él con tersa voz y con el agobio atenuado por la verdad de su oportuna llegada–. ¿Por qué…? –inquirió buscando confirmar con las palabras de la esposa la deducción que acababa de hacer. 

Mientras aguardaba respuesta pasó, nada apresurado, el dorso de la mano sobre la frente perlada de sudor y sin éxito pretendió arreglar los cabellos confusos de la enferma. Pronto, y con honda ternura, contempló el pálido rostro buscando divisar en las apagadas pupilas un relámpago de energía (inequívoco indicio de la primera fase de restablecimiento, pues para ello su presencia era todo lo que bastaba). Por un instante incluso pudo verla jovial y recuperada, como era ella. Reflexionó en lo muy diferentes que las cosas serían ahora. Había que postergar todo lo postergable. Los viajes de trabajo responderían sólo a condiciones de fuerza mayor y tardarían apenas unos cuantos días; revisaría cada ocupación que pudiese ser delegada y asistiría con su mujer a más veladas de carácter social y de caridad en el club de los hacendados, aun cuando todo eso estuviese fuera del alcance de sus costumbres.

Esto pensaba en el momento que miró al doctor Allen con ojos solícitos. Éste, entendiendo el llamado, se acercó a la cama, rastreó la misma reacción y puso, acto seguido, una toalla húmeda sobre la frente. Ella se había encerrado en el mutismo. Verse acompañado de sus sirvientes leales, hallar con vida a su mujer y tener la asistencia médica de Allen, fue alentador para Frederick Brown que consiguió, en pocos minutos, cambiar la expresión rígida que traía en el rostro por una más laxa.

–Acércate – dijo ella, lacónica.

Él se encogió sobre sí mismo, respiró profundo y puso el oído a pocos centímetros de su boca, hasta sentir su debilitado aliento.

Pero Mrs. Brown pareció no haber comprendido la naturaleza de lo preguntado. Reducida por un nuevo y más virulento delirio de agonía, sujetó la mano del marido más allá de todas las fuerzas humanas, lo miró a la cara con la expresión vaga y vacía de lo irremediable y le soltó una verdad que a todos dejó perplejos: 

–No lo entiendes, ¿verdad…? Ella fue siempre mi cura.

Luego exhaló un ronco vagido de pesar y su corazón cesó de latir, compungido en los abismos de una pasión, hasta entonces, secreta.     

Reynaldo Bernal Cárdenas